Maravillas Lamberto Yoldi. Nació en Larraga. El 15 de agosto de 1936, un grupo de falangistas allanaron su casa a la búsqueda de su padre Vicente. Mientras, ese día, en Larraga, en Navarra, los fariseos llenaban las iglesias y honraban a la patrona de las patronas, a la madre de las madres. Con el fondo de las rogativas, jaculatorias y demás manifestaciones de muerte, los verdugos se llevaron a Vicente y… a Maravillas que no se apartaba de su padre, aterrorizado por la visión que imaginaba y, fatalmente, se produjo. “Tú no puedes volver atrás porque la vida ya te empuja en un aullido interminable, interminable”, escribió a Julia el poeta José Agustín Goytisolo. Esta vez no era Julia, era Maravillas.
Violaron los sinnombre a Maravillas, la despojaron en unos minutos de sus 14 años de inocencia, le robaron su futuro ante los ojos angustiosos de su padre Vicente. Las campanas llamaban a la fiesta. El obispo declamaba el Génesis, las ancianas se santiguaban con el agua bendita y los guardianes de las esencias que hicieron posible el 18 de Julio asesinaban a Maravillas y a su padre Vicente. Cada uno en su lugar. Cada cosa como Dios manda. La muerte azul.
Hace ya cerca de un año que escribí un artículo sobre Maravillas Lamberto Yoldi, aquella niña de Larraga que, por no despegarse de su padre Vicente cuando le sacaban de casa una noche del verano del 36, fue arrastrada hasta un prado, violada, asesinada y arrojada a los perros. Su padre fue ejecutado y, según parece, enterrado clandestinamente en un prado de Ibiricu.
Entonces, cuando recordaba a la que pudo ser y no fue, cuando traía a Maravillas a la memoria, supe que le sobrevivieron dos hermanas. Una, la que abrió la puerta a los verdugos, la otra, la que recibió un caramelo de manos de la Guardia Civil cuando ésta entró en la casa para registrarla y llevarse, también, a la madre. Me dijeron que la primera había muerto y que la segunda, tras aquel espantoso crimen, se hizo monja.
La monja, que ya no lo es, aún vive.
Josefina, que así se llama la hermana de Maravillas, es una de las personas más atormentadas que he visto jamás. Al poco del atropello a su hermana y padre, la familia se trasladó a Pamplona, pero nunca pudo disfrazar, ni siquiera ocultar el estigma. Los Lamberto Yoldi serían, para siempre, los rojos fusilados de Larraga.
A los 5 años de la tragedia familiar, Josefina, siguiendo la estela de su mejor amiga, se metió en un convento de monjas. Y cuando supieron de su pasado la enviaron al lugar más lejano que tenía la orden, a Pakistán, un estado enorme y, sin embargo, difuso en el mapa para alguien que había tenido por horizonte en los últimos años la mole-prisión de Ezkaba. En Karachi, en el fin del mundo para ella, le prohibieron el trato con el resto de monjas, le obligaron a barrer y a no levantar la vista, le condenaron a no estudiar las lenguas del país para no acercarse a los nativos. “Peor que en un cuartel”, me dijo mientras lo contaba.
Y así, hasta que perdió la noción del tiempo, como en una cárcel. Una enfermedad de espalda, producto de las condiciones inhumanas en las que trabajaba, junto a la malaria que periódicamente despertaba, la llevó a estar casi dos años en una cama. La trasladaron a la frontera franco-belga, porque la orden era francesa y en Karachi ya no servía para nada. También supieron de su pasado rojo y, en cuanto mejoró, la “deportaron” a Madrid. Había muerto Franco y quiso preguntar por su padre y su hermana asesinados por las hordas azules. “Algo harían”, le contestó la superiora. Y le ató al convento prohibiéndole las salidas.
Y perdió la fe. Debe de ser terrible creer en un ser supremo y verificar que todo es una patraña. Y hacerlo en las condiciones que lo hizo Josefina, comprobando que sus superiores jaleaban a los verdugos ya sexagenarios. Debe de ser terrible confirmar que la Iglesia, salvo excepciones lejanas, está siempre con los ricos, con los poderosos.
En 1992 Josefina abrió la puerta del convento, dejó sus cosas y, con el recuerdo de sus hermanas y de su padre a cuestas, volvió a Pamplona. No quiso siquiera acercarse a Larraga, a unos pocos kilómetros de la capital. Hoy, vive en un tormento difícil de explicar. Cuenta que ni un solo día de su vida ha dejado de llorar a su hermana Maravillas y a su padre Vicente, que las pesadillas la desvelan a pesar de los somníferos y que el ser humano es malo por naturaleza. Que siempre ha sentido en el cogote el aliento de los verdugos y que el mundo de los vivos puede ser como el peor de los infiernos concebidos por Dante. Y su desasosiego se ensancha cada día porque sabe que Maravillas no tendrá una tumba en la que depositar sus lágrimas infinitas.
José María Esparza Zabalegi (Editor).- El otro día nos tocó honrar a los fusilados de Larraga. A Manuel Andía, a los Elduayen, Julián Bidondo con sus siete hijos, los Zufía, los Suescun, los Vidarte, los García, los Macaya, los Leuza y tantos otros apellidos que quisieron borrar hasta de los registros. Y aquellas mujeres del ricino, la Paquita, la Seve, Florencia, Anastasia, Bárbara… Las “motxas”, de pelo trasquilado como a las mulas, que criaron 60 huérfanos y velaron el candil de la memoria.
La novena del entierro que no tuvieron duró más de 40 años, en los cuales sólo la primavera pudo poner flores sobre la tierra que los cubría. Años bien aprovechados para que la tierra comunal se asentara en los registros de la propiedad de los matones. Y para que estos ocuparan las instituciones navarras como antes ocuparan las corralizas. Recordamos sus demandas, simples, con las que ganaron las elecciones en aquella primavera de 1931 y que hoy día suenan a metáfora de nuestras penurias: donde ellos pedían levantar las mugas tiradas por los ricos, hacer el deslinde y repartir la tierra, hoy nosotros leemos poner mugas al capitalismo, recuperar lo que nos están robando y repartir la riqueza. Y si los ragueses se quejaban antaño del trato de la Guardia Civil a favor de los ricos y de la situación de las escuelas, lo vemos igual hogaño, en unas castas corruptas y en unas instituciones empeñadas en perpetuarse, mientras nos desnudan los servicios públicos, mutilan los derechos sociales y castran las libertades. Están arrasando, queridos fusilados, los campos cultivados por el proletariado durante dos siglos, campos germinados por vuestras ideas igualitarias y abonados, para más inri, con vuestro propio fosfato de calcio.
Aquél primer olvido no pudimos evitarlo. Franco, el Conde Rodezno y el Chato Berbinzana murieron en la cama en hedor de santidad. ¡Qué le vamos a hacer! No siempre es tiempo de cerezas. Es el retraso posterior el que más duele. Porque si el olvido del franquismo resulta hasta comprensible, el de la llamada democracia fue una canallada grotesca.
Hace más de treinta años que muchos quisimos pasar del terror a la esperanza y comenzamos a reconstruir sus esqueletos y, con ellos, su memoria. Y con su memoria, el armazón de la ideología emancipadora. Y conocimos entonces a Maravillas, con sus 14 años, y aquella juventud libertaria de Larraga, donde casi la mitad de los fusilados eran veinteañeros y algunos -Victorino, Babil, Félix, Martín- casi adolescentes. Conocimos uno a uno a más de 3000 fusilados, les devolvimos nombre y filiaciones, les dedicamos libros, canciones y proclamas… Entonces fue el momento mágico de hacer justicia y homenajes, y, sobre todo, de apoyarnos en ellos para acabar con el fascismo que los había asesinado, con el cacique que los había arruinado, con la Guardia Civil que los había machacado, con la Monarquía que los había humillado y con la jerarquía eclesiástica que los había engañado.
Pero entonces algunos dijeron que no era el momento, y hubo que esperar 30 años más, en un olvido mucho más ultrajante que el anterior. Y por no apoyarnos en su memoria, en sus ideas, en su lucha, han salido victoriosos sus enterradores. Hoy la ultraderecha sigue mandando en Navarra, con el apoyo además de algunos que lucen sus mismas siglas. El capitalismo más feroz nubla nuestro horizonte cercano; la Guardia Civil sigue llevándose jóvenes y sigue protegiendo banqueros como antes protegiera caciques. La Monarquía sigue riéndose de nosotros mientras mata elefantes, otra metáfora de su esencia antinatura. Y la Iglesia ya ni se preocupa de engañarnos, y roba nuestro patrimonio y nuestro dinero a plena luz del día.
En los años 70 desenterramos el fosfato de calcio y dejamos las ideas en la fosa. Y esas ideas son las que algunos siempre remembramos en los homenajes, por más que a algunos les duela. (Entre ellos algunos curas majos que acuden a los homenajes y se olvidan de que si la República hubiera continuado, hoy seguirían siendo públicos todos los bienes inmatriculados por la Iglesia).
Insistimos: dos cosas tuvo tiempo de plantear el Frente Popular Navarro antes de que fuera masacrado poco más tarde: el reparto de la tierra y la unidad de Navarra con el resto del País Vasco, como medio de fortalecer las izquierdas y frenar al caciquismo foral. De nuevo, los fusilados nos indican el camino que no debimos abandonar hace 30 años. La reforma agraria se llama hoy control de la riqueza por las mayorías, cambio total del sistema económico. Y frenar al caciquismo navarro pasa por la unidad de todos los sectores progresistas y abertzales para echarlo de las instituciones, poniendo fin a una política antivasca en Navarra que niega nuestros derechos forales, nacionales y sociales, y nos mantiene uncidos al yugo de la España más negra.
Posiblemente ya estemos en tiempo de cerezas. La unidad progresista en el Ayuntamiento de Larraga ha permitido orillar al caciquismo local y organizar el homenaje a los fusilados, al tiempo que rechaza la reforma laboral, apoya el euskera, defiende los derechos de los presos… En suma, está indicando a todo Navarra por dónde pueden ir las políticas de alianzas del futuro.
Y ese sería el mejor, el único homenaje posible, para Vicentón, Manuel, Florencia, Chaborra, Elduayen, Maravillas…